Atisbos de Conciencia.
El dolor de la decepción

“La decepción es una especie de bancarrota; la bancarrota de un alma que gasta demasiado en esperanza y expectativa.” - Eric Hoffer
Estoy segura de que nadie se escapa de experimentar lo que es una decepción. Y no me refiero solo a comprender el concepto, sino a haberla vivido en carne propia. Todos nos hemos decepcionado en diferentes momentos de nuestra vida, y no solo una vez, sino en varias ocasiones. Podemos estar de acuerdo en que la magnitud del dolor que causa una decepción está muy relacionada con el vínculo que nos une a aquello, o a aquella persona, que nos decepcionó. No es lo mismo decepcionarnos por una película que no cumplió nuestras expectativas, que sentirnos decepcionados por una traición de alguien en quien confiábamos o a quien amábamos. El dolor es mayor mientras más cercanos estemos a las personas y más confiemos en ellas. Sin embargo, también es cierto que una decepción puede doler mucho cuando, aunque no esté relacionada con una persona, las ilusiones que nos habíamos creado eran muy grandes.
¿Es inevitable sentir decepción? Mi lógica es sencilla: no podemos evitar sentir. Sentir es parte de vivir. Sin embargo, podemos prepararnos para moderar esos sentimientos. Por ejemplo, una decepción causada por la pérdida de confianza en una persona con quien tenemos una relación importante puede hacernos sentir víctimas, generando un gran dolor. Pero, a veces, no consideramos que fuimos nosotros quienes generamos expectativas demasiado altas en esa relación o en esa persona. Somos nosotros quienes alimentamos la imagen o la ilusión de esa relación. Cuando hablo de moderar la decepción, me refiero a asumir la responsabilidad de que, en muchos casos, somos nosotros quienes anticipamos y construimos esa posible decepción al crear expectativas. Sin expectativas elevadas, el dolor de la decepción no llega. Por eso, cuando algo o alguien nos ilusiona mucho, es prudente “mantener los pies en la tierra”, ser realistas, y recordar que somos humanos, por lo tanto, falibles. De esta manera, evitamos crear una distancia entre la realidad y la ilusión, ya que de esa brecha depende la intensidad de nuestra decepción.
Por supuesto, como sucede con cualquier sentimiento, decirlo es fácil; pero, como seres humanos, llevarlo a la práctica no lo es tanto. No obstante, creo que trabajar en moderar nuestras expectativas es una señal de desarrollo personal, de inteligencia emocional y de madurez. Porque solo los niños creen ciegamente en sus ilusiones.
En pocas palabras, Norma opina que: